Cuando mi mamá vivía en Nueva York, Michael Jackson era solo un niño—un niño que tenía boquiabierto a todo el mundo con su voz. Era desconcertante ver a alguien tan pequeño apoderarse así del escenario. Entre el trabajo, las clases de inglés y las salidas a vitrinear, mi mamá (quien aún no era mi mamá) andaba fascinada con ese muchachito.
El tiempo pasó. Mi mamá volvió a Colombia, se graduó, se casó y me tuvo. Mientras yo crecía con un cuaderno en el piso y un esfero en la mano ella ponía en el tocadiscos “Don’t Stop ‘Til You Get Enough”, canción que aún tiene la facultad de transformarla en una máquina de bailar y cantar. Luego llegó mi hermanita a presenciar el mismo ritual, y así terminó pidiendo el HIStory de regalo años después. Nos emocionaba el video de “Black or White”, pero el de “Earth Song” no nos gustaba tanto porque nos hacía llorar.
En mi casa Michael Jackson siempre ha sido un tesoro musical inmarcesible. Sin importar las desconveniencias de su vida privada ni el misterio en el que se convirtió su piel, para nosotros nunca dejaría de ser aquel chico sonriente y bailarín enfundado en trajes algo estrambóticos. Su música era lo único importante, y nunca entendimos por qué la gente había olvidado eso tan rápidamente al ir en pos del fenómeno de circo en el que se había convertido.
Hoy mi hermana me habla desde Argentina, triste. Me habla de “Black or White”, del HIStory, de mi mamá. Nos preguntamos si ya se enteró, si en Cuba ya lo saben. Me gustaría haber podido decírselo directamente, me habría gustado estar ahí con ella. Ahora tendremos que ignorar no solo que la vida de Michael Jackson ha cambiado, sino que además acabó, y mantenerlo sonriente y bailarín en la memoria, en cada canción que pongamos.
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