Pese a que aborrezco la rigidez de la vida social japonesa, he aprendido a apreciar ciertos rituales que la componen. Uno de ellos es la planeación anticipada de encuentros.
Japón es un país pionero en tecnología, pero existe cierto apego inexplicable hacia lo análogo. Los gráficos computarizados son impecables, pero los programas de televisión usan modelos de cartulina e icopor para ilustrar la información que presentan. Así pues, pese a que todos los teléfonos celulares traen calendario y alarmas, la agenda de papel es una posesión imprescindible.
Hacia el final de cada encuentro, las partes que hasta entonces venían llenando vaso tras vaso de té se inclinan hacia un lado y esculcan el fondo de sus carteras. Entonces se concentran en sus respectivas libretas y llevan a cabo un ping-pong de disponibilidad.
—¿Qué tal la próxima semana?
—La próxima semana me queda un poco difícil. ¿La siguiente está bien?
—¿Qué día?
—¿El lunes?
—Hm, el lunes estoy ocupada. ¿El miércoles?
—¿Miércoles por la noche?
—Sí.
—Sí, tengo tiempo.
—¿No hay problema?
—No.
—¿Segura?
—Segura.
Entonces la visita se da por terminada y las partes no establecen comunicación alguna sino hasta la siguiente cita, a no ser que hayan quedado de discutir algún otro detalle por mensajes de texto. La excepción son las buenas amistades, que según me dicen, se envían mensajes en una continua y lenta conversación. Creo que Alicia intentó eso conmigo cuando estudiábamos alemán juntas, pero en ese entonces yo no entendía las curiosas dinámicas de la amistad japonesa y di por terminadas muchas charlas escritas. Finalmente dejé de estudiar alemán y se acabaron las excusas para decirnos algo que no fuera “hola”.
Algunas personas me dicen que no es tan difícil hacerse amigo de los japoneses, que en estadías cortas se han hecho a un corrillo de curiosos sonrientes con los que han compartido ratos agradables. Sin embargo, vale la pena anotar que la actitud de la mayoría cambia en cuanto se enteran que uno no vino acá de intercambio sino para quedarse un buen rato (por “un buen rato” me refiero a más de un año). Entonces, tarde o temprano, la novedad se acaba y la sonrisa de bienvenida se desgasta. Habiéndose agotado el repertorio de preguntas estándar para extranjeros, la relación se erosiona y muere.
En parte no los culpo: en una sociedad donde el respeto excesivo de los límites personales ha erigido auténticas fortalezas alrededor de cada uno, establecer un vínculo amistoso es toda una proeza, aún entre ellos. La espontaneidad no existe, quedando en su reemplazo una estela de excusas tras cada reunión. No obstante, sigue irritándome que por tener uno las piernas más largas y los ojos más redondos merezca uno un trato completamente distinto. A más de uno le he escuchado eso de “no saber cómo hablarles a los extranjeros” como excusa para excluirlo a uno de toda interacción posible. Como si todos fuéramos a reaccionar igual, con nuestros tentáculos asesinos que no perdonan las intrusiones incorrectas. Nos imitan con su pelo ondulado a la fuerza y los ojos redondos de sus personajes, pero el día que se topan con nosotros frente a frente hacen corto circuito. Empero, pese a todo, no me rindo.
Probablemente el aprecio que le tengo a este ritual pese a que destila acartonamiento se debe simplemente a que presenciar la apertura de aquel librillo significa que quien tengo al frente pretende volver a verme. Armada de una cuchara y mis uñas abro agujeros en las paredes. Al otro lado una persona me sonríe, y es uno de esos rarísimos casos en los que puedo estar segura de que la sonrisa es sincera.
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