Ha habido un gran revuelo en mi universidad en los últimos días. Un día desaparecieron los camelios entre los cuales anidaban las arañas otoñales que parecían pender sobre nuestras cabezas a la entrada del edificio de mi facultad. Después Daniel, compañero de la clase de español que dicto los viernes, nos avisó que había sido invitado a conocer a los Reyes de España porque venían a Japón. Pasadas unas semanas, entendí que los camelios habían sido talados para eliminar posibles escondrijos de hipotéticos Gavrilos Princip, ya que Don Juan Carlos y Doña Sofía iban a pasar por la cafetería de nuestro bloque el miércoles, junto al Emperador Akihito y la Emperatriz Michiko. A falta de una pareja real en el campus, dos—y de países muy distintos.
Además de Daniel, algunas personas de países hispanoparlantes fueron invitadas a saludar a los monarcas y departir brevemente con ellos. Entre ellas no me encontraba yo, naturalmente, así que tuve que conformarme con agolparme junto a cientos de estudiantes y curiosos en una plazoleta elevada desde la cual podríamos avistarlos brevemente en su camino hacia la cafetería. En un movimiento inesperado de la turba corrí con suerte y pude hacerme a un lugar de visibilidad aceptable. El único problema: debía arrodillarme sobre el suelo mojado para dejar ver a los de atrás. Claro que por una ojeada a los famosos del periódico, las rodillas sucias y los tobillos entumecidos serían nimiedades.
El paisaje que se apreciaba desde aquella altura revelaba a la universidad muy distinta de como la conocía: de las bicicletas sin frenos que había que esquivar día a día no quedaba ni rastro, reemplazada por una plaga de agentes de seguridad con brazaletes y vigilantes con gorras de color fosforescente en las terrazas. Las ventanas de los salones habían sido cubiertas con papel y cintas de “peligro” y los balcones se hallaban clausurados. A mi alrededor la gente preparaba cámaras y celulares para probar suerte en la inmortalización del atisbo imperial. De repente aparecieron dos motos blancas brillantes. (“Oooooh.”) Después, un auto negro. (“¡Oooooh!”) Acto seguido, un pequeño grupo entró en escena desde un camino oculto. ¡Era la comitiva real! Las manos de la multitud, indecisas, se batían entre tomar fotos, aplaudir o saludar a sus majestades. La emoción en el público, una especie de calidez al saberse objeto de la mirada de estos cuatro personajes siquiera por un instante, era latente.
Entonces, los reyes y emperadores retomaron la marcha hacia el edificio y desaparecieron. La espera había sido fructífera, si por fructífero entendemos esperar treinta minutos bajo la llovizna para observar a la realeza de dos naciones en versión miniatura durante treinta segundos.
Ahora, mi conocimiento de lo que ocurrió al interior de la cafetería de mi facultad se reduce a lo que me han contado mis amigos y alumnos invitados al evento principal. Hubo saludos anacrónicos, sordera parcial y rumores sobre el perro de Obama. El espacio fue corto, y tras algo más de media hora el cortejo real emergió de nuevo, saludando con la mano a una nueva muchedumbre que una vez más se hallaba sin saber si saludar, aplaudir, aumentar furiosamente el zoom de sus cámaras o sostener sus sombrillas. En esta ocasión, Azuma, Sakaguchi y yo (que resultamos encontrándonos en la plazoleta tras la primera aparición de la corte) nos dispusimos en primera fila y los vimos… un poco menos pequeños.
La vida dejó de contener su aliento finalmente y las restricciones fueron levantadas tan rápidamente como habían sido impuestas. Los balcones volvieron a darles la bienvenida a los fumadores ansiosos. Las cortinas negras fueron corridas para revelar la noche que caía sobre la universidad. A la mañana siguiente había bicicletas destartaladas estrellándose por doquier, como en los viejos tiempos. Como aquí consta, mi colega Daniel ahora es famoso y sale en noticias redactadas por la agencia EFE. Los camelios siguen muertos y cortados en pedacitos. En su reemplazo reposa bajo el cielo gris un ajedrez sin contraste de parches de pasto, inexorable signo del progreso.
[ Comin’ Home Baby — Mel Tormé ]
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