En este momento no me puedo concentrar en nada. De por sí escribir representa un esfuerzo enorme por mantenerme en un solo sitio en vez de bailar una canción graciosa de Aleks Syntek. De todos modos estoy asintiendo rítmicamente, aún si ya no es Aleks Syntek sino Marco Antonio Muñiz el que me hace menear mi cabello recogido en una cola de caballo.
La historia que me dispongo a relatar tiene que ver con un dato sobre mí misma que había olvidado hace tiempo y tuve que recordar a la fuerza en el peor momento. Oh sí, no es más que una anécdota de reunión, uno de esos sucesos que no tienen mayor importancia que su cualidad humorística al momento de narrarlos. Si se acompaña con muecas y grandes gesticulaciones, aún mejor.
Pues bien, queridos radioescuchas, entro yo a contarles—vaso en mano—cómo el mediodía de hoy salí de mi primer examen del semestre, dispuesta a pasar el receso de almuerzo sumergida (y si no, al menos vadeando) en los textos necesarios para el siguiente. Como no había comido nada desde hacía ya varias horas, tuve la brillante idea de tomar algo lácteo para aguantar hasta salir de clase y así no pagar todo un almuerzo, ya que al fin y al cabo tenía más nervios que hambre. En la máquina expendedora de bebidas en el pasillo había un producto nuevo: “Cappuccino con canela. Dos veces más sabor y polifenol”. Sin lograr entender aún cuál es la obsesión de los japoneses con el polifenol, abandoné la idea de la cocoa helada de siempre y vacié el contenido de la lata sin pena ni gloria. Luego contesté el mensaje de un sempai que me invitó a cenar anoche y le di un último vistazo al dibujo de una mujer desnuda con cabeza de cisne que hice en alguno de aquellos momentos insufribles de la clase. A juzgar por la cantidad de intentos de figura humana en mis notas, este no ha sido un buen comienzo de año escolar.
Cuando sonó el timbre me encontré con un examen de libro abierto: podíamos disponer de copias y notas a nuestro antojo. Las hojas de respuesta circularon por el salón y se dio inicio a la prueba. Entonces sucedió lo que jamás esperé… o que podría haber previsto de haber dado un pequeño y oportuno vistazo al pasado:
Tengo un recuerdo de mi clase de francés en un salón del edificio R en Los Andes. Era justo el salón que tiene a la entrada el letrero de madera de la fábrica de sombreros que antiguamente albergaba. Al frente se encontraba en esa época un Oma y un buen día se me ocurrió tomarme un tintico antes de clase. Tal vez lo acompañé con torta de mora, tal vez no. Hasta entonces yo me preciaba de sufrir una curiosa reacción al tomar café: en vez de despertarme, éste me adormecía. Sin embargo, en esa precisa ocasión la cafeína decidió surtir su efecto normal, inclusive exacerbado. Exageradamente alerta y activa como Jeff Goldblum en La mosca, no pude concentrarme en toda la clase. Este estado no duraría mucho, pues apenas terminó la clase y me embarqué en un Transmilenio caí en un pesado sueño, como si alguien hubiera halado de mi ánimo hasta convertirlo en una cuerda tensa y de pronto la hubiera soltado.
Volviendo al día de hoy, les pediré que llamemos al siguiente espacio La hora de Jeff Goldblum, con Olavia Kite como artista invitada. Observamos un grupo de estudiantes sentados en viejos pupitres llenando calmadamente una hoja más bien grande. El obvio silencio se ve interrumpido abruptamente por un chirrido. Luego viene un golpe, seguido del aleteo de una hoja de papel que intenta planear infructuosamente. Inmediatamente buscamos la fuente del desorden: el salón se encuentra aparentemente ocupado por japoneses cautelosos a cada lado. Ah, el centro, cómo olvidarlo. La extranjera del curso. Jorobada y ladeada frente a una mesa coja, Olavia acomoda una y otra vez sus piernas demasiado largas enfundadas en ridículas medias pantalón de tie-dye. Al mismo tiempo la mitad superior de su cuerpo intenta tomar unos papeles, tan sólo para dejarlos caer pesadamente. Sus manos de motor eléctrico abusan de un portaminas y un borrador, trabando el primero y partiendo el segundo. Las hojas no dejan de caer a su alrededor. Pronto al efecto estimulante se agrega el diurético, completando así la transformación de la Srta. Kite en un ser que se retuerce en su puesto mientras lucha contra objetos que no puede sostener e ideas que no se aclaran del todo en su cabeza. Hela ahí, reducida a una patética imitación de las primeras etapas de un personaje repugnante del cine ochentero.
El timbre suena: la hora se ha acabado y hay que deshacerse de la hoja de respuestas. Si Olavia lograra correr al baño una vez terminara su labor, ¿desaparecería el temible ser que parece invadirla? A juzgar por la siguiente clase, no. La estudiante habla como si estuviera dictando un telegrama y se ríe demasiado duro. Quién sabe hasta cuándo durará esta presencia desagradable, esta poco desarrollada posesión artrópoda.
El círculo en el que Olavia prometía una buena anécdota se ha venido reduciendo: el vaso que trae contiene café y lleva más de media hora tratando de llegar al punto de una tonta historia sobre sus exámenes. Con risas fingidas o sinceros y secos “qué mal” se van alejando y la dejan preguntándose por qué en esta ocasión el suplicio no termina rápido y de sopetón como aquel día en Los Andes, por qué las manos invisibles del actor-insecto imaginario no sueltan la cuerda de una buena vez.
[ Feel So Free — Ivy ]
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