Inner Trip

Inner Trip, el edificio más misterioso de todo Tokio.

Siempre me dicen lo mismo. No es sino que oigan (o lean) mis quejas sobre lo difícil, si no imposible, que es hacer amigos japoneses para que arremetan con el maternal consejo: “¿Pero por qué no les hablas tú?” Y no es para menos, si a los ojos de quienes han crecido en un país donde la amistad es tan sólo la consecuencia natural de haberse conocido mi discurso no puede ser sino un síntoma de paranoico derrotismo. Es que es absolutamente inaudito que alguien vea una acción tan simple como acercarse a alguien y decirle “hola” como una proeza que requiere minuciosa planeación y puede acarrear consecuencias negativas para las partes involucradas. Yo debo estar inventándome todo esto como excusa para esconder mis propias inseguridades.

Azuma, mi compañera de batalla en esta guerra contra lo incomprensible, me ha enviado un link que considero de gran utilidad para demostrar que el problema no me lo he inventado yo. Si hacen clic y ven el video encontrarán la triste historia de un fotógrafo italiano que recorre el mundo conviviendo con los grupos humanos que encuentra hasta ser considerado parte de ellos para entonces empezar a disparar su cámara. Pues bien, cuál sería la sorpresa del artista durante su último viaje al estrellarse contra la pared invisible que hay delante de cada nativo de este archipiélago. Su descripción de la experiencia con los japoneses se parece mucho a lo que dije el año pasado en vacaciones de verano cuando me llevaron de tour por las universidades de Bogotá donde Asai Sensei dicta clases.

Claro que, pensándolo bien, tampoco es que yo sea muy adepta del método colombiano de socialización como para responder al “¿por qué no les hablas tú?” con un “¡pero si ya lo intenté!”. A decir verdad, si hay algo que yo tengo en común con los japoneses (aunque en menor magnitud) es el pereque que pongo para relacionarme con otros seres humanos. No sólo el concepto de “ser entrador” no venía en mi paquete de instalación, sino que además suelo desilusionarme fácilmente de los recién conocidos. Sin embargo, esta falla ha terminado por obrar a mi favor, pues la cautela me ha permitido hacer un par de amigas japonesas en el transcurso de este primer año de universidad. Como si fuera poco, ahora un hombre me habla. Presiento cabezas que se menearán y lamentarán mi actitud negativa que no me habrá de llevar a ningún Pereira, así que procederé a explicar este punto un poco más en detalle.

En un salón de clases los alumnos son libres de sentarse donde quieran. Sin embargo, existe una barrera invisible e infranqueable entre hombres y mujeres. Hace tiempo fui testigo de una fiera competencia de じゃんけん (“janken”: piedra, papel y tijeras) cuya perdedora habría de llamar a un compañero que se encontraba al otro lado del salón para pedirle que diera comienzo a una reunión de curso. La sola exclamación “¡Nakamura-kun!” le tomó un esfuerzo considerable. Por otro lado, durante los primeros meses de mi clase de conversación en alemán, la práctica podía darse por perdida si mi pareja de trabajo llegaba a ser hombre. La cabeza que parecía desear ser de pájaro para esconderse bajo un ala y la voz inaudible me dejaron en la más absoluta impotencia más de una vez. ¿Más ejemplos? La clase de inglés, en la que a Adeline (mi compañera de Brunei) y a mí nos pusieron a hablar con un grupo de hombres y nos encontramos con cuatro mudos muros de contención. Si hacer una amiga es de por sí un logro, conseguir que un hombre le dirija a uno la palabra es una hazaña que merece ser grabada en piedra y alabada por los poetas.

Sentados estos precedentes, no me pregunten por qué este señor decidió hablarme una tarde después de clase de danza cuando estaba dispuesta a pasarlo derecho sin saludar, como es costumbre aún entre compañeros de clase. No me pregunten por qué encontró en la guitarra un pretexto para invitarme a su cuarto, por qué me sirvió café, por qué me enseñó a tocar El humahuaqueño y mucho menos por qué me prestó un libro pese a ser una completa desconocida que se sienta en un puesto diagonal al suyo cada jueves. Tampoco tengo explicación alguna para que tras este encuentro transcurrieran semanas enteras de ignorarnos mutuamente. Supongo que las cosas simplemente ocurren así en este país. A Alicia tampoco la saludo todo el tiempo, pese a que le hablo hasta de mis asuntos personales.

Esta tarde Keisuke (quien me pidió que no lo llamara más por el apellido sujeto al sufijo -kun, como se hace cortesmente) me volvió a saludar. Hablamos de su libro que aún no he leído, de mi viaje a China, de las pocas oportunidades que tenemos de encontrarnos. Finalmente me dio su número de teléfono y dirección de e-mail, agregando que se hallaría a la espera de mi mensaje.

Ariza Sensei decía que quien viene a Japón un mes escribe un artículo, quien se queda un año escribe un libro, y el que se queda cinco años no escribe nada. Yo llevo aquí más de un año pero estoy lejos de completar los cinco, y ya siento cómo se me van secando las palabras y las descripciones. Cada vez que doy algo por cierto hay un giro violento que derriba mis teorías y me deja tendida sobre el suelo del desconcierto. Tal vez por eso en este blog no se encuentran muchas descripciones del país y sus costumbres, como sería de esperarse en la página de una expatriada. Al fin y al cabo, éste siempre ha sido un viaje interno.

[ 両方 For You — ウルフルズ ]

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