Nunca le pedí una bicicleta al Niño Dios.
A mí, fervorosa creyente del infante mensajero, nunca se me pasó por la cabeza que sería divertido tener una, aún pese a que Navidad tras Navidad veía a mis vecinitos partir raudos hacia los confines del conjunto en sus nuevos caballitos de acero. No, no. Yo tenía mejores cosas que pedir. Una de ellas, la única que se mantuvo constante con el pasar de los años, llegó al fin cuando cumplí los nueve, y desde entonces no me ha abandonado. Pero, como diría Michael Ende, ésa es otra historia y será contada en otra ocasión.
Ayer en la mañana me desperté con la firme convicción de algo. Era una convicción tan grande que me hizo ponerme un pantalón de sudadera gris, una camiseta blanca con letreritos y dibujitos coloridos —souvenir de Chicago— y los tenis de siempre (ganga en Shibuya, talla 25.5). El cansancio del día anterior aún me consumía: los destellos de un apuesto Don Quijote de ojos rasgados cantando en un idioma que parece japonés al revés daban vueltas alrededor de mi cabeza como disparos de cámara mientras los restos de unas calles ribeteadas con angulosas casas de ensueño palpitaban en mis piernas. En completa soledad y arrastrando el peso de tantos recuerdos acumulados en tan poco tiempo tomé un bus hacia el centro de Tsukuba.
Una vez allá, la convicción me exigió llenar mi estómago antes de emprender la faena sobre la cual yacía su férreo dedo, así que me detuve en Subway. Me comí el sándwich y las papas con fruición y sin detallar casi nada de lo que ocurría a mi alrededor, salvo que el takoyaki (8 piezas) está a ¥480 y que si le cambias de salsa te cobran ¥100 más. Me pregunté si era posible un exceso de albahaca en una comida, pero al presionar las papas sobre el polvo verde como un cigarrillo en un cenicero antes de llevármelas a la boca me respondí que no, o tal vez ni siquiera me respondí semejante pregunta, absorta como estaba en lo salado de la salsa, en el takoyaki de ¥580, en la gaseosa, en dónde dejaría la bandeja después de comer, en el terrible aliento que esperaba aniquilar cuanto antes con un dulce viejo sacado del fondo de la bolsa.
Atravesé el centro comercial sin detenerme en vitrina alguna hasta llegar a la amplísima entrada de Jusco. Jusco, la maleta del Mago Merlín que todo lo contiene en este lado tan vacío de la región Kanto. Jusco, el símbolo de una nación que poco a poco empieza a adentrarse en la maravillosa vida suburbana que tanto promocionaran los venenosos años cincuenta de los Estados Unidos. Jusco, mi destino final en la primera parte de esta misión.
La tienda de bicicletas de Jusco es atendida por dos ancianos bastante meticulosos que por ¥840 atienden tu primera pinchada (“panku shuri”, se le dice acá). Los rodeé durante tal vez una hora, tal vez menos, posiblemente más, mientras notaba que la bicicleta compacta que había considerado unos días atrás ya no estaba. Inmediatamente pensé en Agatsuma. A la entrada de la tienda, en una esquina, una familia acechaba un modelo negro de montaña, danzando a su alrededor como buitres inseguros. Fingiendo un concienzudo examen de las cadenas de seguridad, yo rogaba para mis adentros que no se la fueran a llevar. Al fin y al cabo, desde aquella mañana de llovizna en la que el verde lomo de Julieta me había llevado al mundo de los pedales y el manubrio respaldada por Himura y Lowfill, yo estaba firmemente resuelta a no comprar un vehículo que no estuviera equipado con doble suspensión. Y helo ahí, el candidato perfecto, sujeto a las opiniones de un padre, una madre y una niñita que insistía (maldición) que el negro era mejor que el plateado. Después de cuatro millones de años en los que ni siquiera comprendí la diferencia entre un candado y el otro, la familia siguió su camino, tal vez en busca de una decisión final.
Entonces, como si los nervios en solitario no fueran suficientes, apareció mi profesor de cuento corto americano. Por primera vez veía su francesa figura y hermosa nariz en atuendos menos elegantes que los impecables cortes BCBG que lo caracterizan. Venía por algún arreglo de su bicicleta, una de aquellas plateadas que absolutamente todo el mundo tiene. Me preguntó si venía a comprar la mía, le respondí que sí sin entrar en los vergonzosos detalles de mi pertenencia a la liga amateur, y se fue, tan alto y elegante y orondo y… se fue.
Por un momento me detuve en unos modelos más baratos, compactos pero sin los vitales resortes que Julieta (y por consiguiente su dueño, Lowfill—y siguiendo esa flecha, quien lo había llamado a impartir esta lección, Himura) me había enseñado a necesitar. Entonces me di cuenta de que aún me encontraba dándole vueltas de la manera más ridícula a una decisión que estaba tomada desde antes de poner un pie en la esquina de la tienda, antes de entrar a Jusco, antes de comerme el sándwich, antes de subirme al bus, antes de convertir la ansiedad de esta convicción en una máscara de rabia contra un Himura que hacia el mediodía pero catorce horas antes estaba cayéndose sobre el teclado, empujado por las hazañas de un día cuyo contenido habría de ser olvidado en su insufrible complejidad.
Hacia las siete de la noche sonó el teléfono. Nada había cambiado entre nosotros dos, como era de esperarse después de una pelea cuya causa real había sido desterrada desde el primer pedalazo certero que me remitió una vez más —como habrían de hacerlo cada curva, cada frenazo, cada duda y cada obstáculo esquivados con instinto— a aquella mañana en la que él y Lowfill tornaran con paciencia la indiferencia infantil en la convicción de este día.
—Tengo una bicicleta —, le dije, con una voz que se deshacía como el helado al sol de este verano pertinaz que todavía se rehúsa a marcharse.
[ Supersonic — Jamiroquai ]
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