Llevo alrededor de un mes readecuando un cuarto de dormitorio universitario cuya anterior ocupante probablemente no pasó más de dos días en él, o jamás existió pese a la insistencia de los sobres con su nombre acumulados en el buzón de correo. Los corredores del edificio en el que habito se encuentran vacíos. Si aguzo el oído hay conversaciones en chino, cosas que se caen, puertas que se cierran estrepitosamente y pasos con zapatos de tacón. De resto, el silencio y el cerezo que perdió su esplendor con el último pétalo caído y ahora es un árbol más, otra mancha verde sobre el fondo verde que lo engulle todo.
Últimamente me ha acosado la certeza de no poder llegar a conocer este país (ni sus lugares, ni su gente, ni su cultura) jamás. Las caminatas sin rumbo, las innumerables fotos, los nimios souvenirs—nada es susceptible de convertirse en prueba tangible de mi estancia en este país indescifrable. Nada de lo que he hecho puede explicar ni un fragmento de lo que significa vivir en Japón. Soy la pasajera del tren que toma el asiento de la ventana y se pone a dormir, la extranjera que no atina a preguntarse acerca del mundo que se despliega ante ella. ¿De qué me sirve tomar con desespero el tren a Tokio si siempre regresaré a mi nicho en el bosque con las manos vacías?
Todas las mañanas abro los ojos y me encuentro rodeada de un silencioso desorden disfrazado de calor humano, la desolación de la luna a pesar de las huellas de Armstrong. Si tan sólo enviase perezosamente una mano hacia el otro extremo de mi cama y no encontrase un teléfono celular a medio cargar, un libro, el control remoto de un computador; si en vez de objetos estrujados bajo mi espalda pudiese hallar un brazo, y tras el brazo un par de párpados cerrados…
Cuánto me tomó comprender que el hogar no está en las calles atestadas ni en la imponente vista que ofrece un balcón, ni siquiera en el color de las paredes que sólo ven quienes están adentro. El hogar se encuentra en los ojos que ven el mismo arco iris, los pies que recorren los mismos caminos, las voces innecesarias que prefieren callar ante un descubrimiento compartido. La ciudad, el pueblo, el campo abierto, despiertan en el hálito de quienes los describen con frases encriptadas. No se puede aseverar la existencia de una luz hasta que alguien más ha sentido su calor.
[ 幻想の花 — BUCK-TICK ]
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