¿Nunca les conté sobre el paso de Galactus por tierras niponas, hace ya más de un mes? Yo lo recuerdo cada vez que estoy encerrada en mi cuarto, rodeada de nubes grises, o cuando estoy caminando por ahí y veo las mismas cosas que vi durante aquellos días tan distintos.
Tan distintos. Memorización, kanji, gramática, prohibido salir cuando hay tanto por estudiar, comida en el combini, lamentable digestión de los menjurjes fritos de la cafetería. Las palabras se acaban cuando se acaban las historias, y las historias son susceptibles de acabarse en el más lejano de los países, en la isla de la fantasía eléctrica. Pero esos días… esos días recuerdan las luces enloquecidas de un edificio de gobierno y el sushi paseándose de un lado a otro por una banda transportadora.
Galactus avisó que vendría a Tokio con una antelación que no me permitiría concebir la inminencia de la noticia sino hasta el momento en que sonó mi teléfono y hablé en español, dando direcciones mediocres frente a mi viejo mapa de la ciudad. En la soledad que representa el exilio del estudiante de japonés, la casualidad de una visita obliga a dejar los libros a un lado y saborear el encuentro como si no fuera a ocurrir nunca más, como si al regresar al cuarto se fuera a morir a manos del afilado lápiz olvidado. Más aún cuando anteriormente se ha tenido la errónea certeza de que nunca se conocerá el rostro de un interlocutor de MSN.
¿Cómo podría resumir tantas luces, tantas fotos que no fueron tomadas, las largas charlas y las bebidas que se quedaron en su lata? Me veo dándole la vuelta a Shinjuku, haciendo el inconcebible recorrido Shibuya – Yoyogi – Harajuku – Omotesando – Aoyama – Roppongi – Tokyo Tower, saboreando un helado milagroso frente al río Sumida mientras el sol que ya no existe se pone. Hay pedazos de conversación grabados sobre los lugares que se pisaban al momento. Hay fotos, claro que hay fotos.
He puesto una nueva capa de recuerdos sobre la que quedó después de mi breve y pésima labor de guía turística. Este viernes volví a la roja torre y descubrí el camino correcto de regreso—si tan sólo lo hubiera sabido entonces. Ayer probé el gyudon (arroz con carne de res) del que tanto se hablaba cuando comimos en Yoshinoya. Vi los templos de Asakusa de noche y no quise tomar el tren de regreso hasta no haber comprado ese helado que parece no existir en el resto de la ciudad.
Galactus y yo nos despedimos en la inmensa estación de Ueno. Los trenes de la línea Yamanote arrancaron en direcciones contrarias, llevándonos de vuelta al punto de partida, a la vida de siempre donde las cosas que habían de suceder después sucederían. Un lápiz enfurecido me estaría esperando tras la puerta de mi habitación, exigiendo explicaciones y planas de caracteres—pero eso qué habría de importarme, cuando en tres días había visto mucho más de lo que creí posible para una ciudad interminable y convertido a un contacto en un amigo de carne y hueso (vaya cursi, esta Olavia Kite). Gracias, Galactus*; ojalá algún día nos volvamos a ver.
*Se siente extraño llamarlo por su seudónimo cuando ya se le conoce por su nombre. Sin embargo, por políticas de este blog…
[ It’s Oh So Quiet — Björk ]
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