Non sum ego

El día que debí haberme encontrado con Himura por primera vez yo estuve esperándolo sentada en uno de los cubitos de concreto que hay a la salida de la estación de Las Aguas, jugando a mirar las caras de los transeúntes y calificarlos en una escala de 1 (“no es”) a 10 (“tiene que ser”). Había pasado poco más de media hora cuando un señor de piel un poco ajada, con patillas de Nino Bravo y calvicie pobremente disimulada, se sentó a un cubito de distancia. Yo no lo había notado, ocupada como estaba en observar a un anciano vendedor de quesadillo de cuyo éxito siempre dudé, pero pronto mi distracción fue interrumpida por una voz tan corriente, tan tenebrosamente posible en cualquier miembro de la concurrencia, que un escalofrío me latigó la espalda.

—¡Hola! ¿Tú eres la persona que espero?
—No sé, yo llevo esperando más tiempo.
—Creí que serías mayor, pero como que sí eres como dices. Me llamo Gilberto.
Recibí el apretón de manos tornando los ojos mientras intentaba recordar los pocos datos que debían delatar las características de mi cita a ciegas, pero nada salió, así que supuse que Gilberto era el hombre indicado. “Lástima”, llegué a pensar con la vista repasando discretamente sus mocasines pelados, sus medias de barquitos, la bota demasiado corta del pantalón café y los gruesos vellos que decoraban la extensión de pierna que dejaba expuesta al público.
—¿Adónde vamos?—pregunté, procurando cancelar aquel espectáculo con el regreso de las botas a los tobillos, recordando esa vez en la que un tipo fresco se puso a hablarme en Transmilenio y yo di un nombre falso y me bajé una estación antes para perderme de su vista. El recién conocido propuso una heladería en el edificio Barichara. “Hacen un ‘sundai’ delicioso”, anotó.

Himura, o mejor dicho Gilberto, sonreía con dientes opacos y hablaba de la vida con su madre en una casa ubicada “no muy lejos de Sears”, de su sueño frustrado de convertirse en enfermero, de su juventud malgastada bebiendo aperitivo Cariñoso por las calles de El Lago y de cómo el mismo barrio terminó salvándole la vida convirtiéndolo en técnico de computadores.
—Ya sabes, si se te ofrece cualquier cosa, no es sino que vayas y preguntes por Gilberto Monroy. También tengo películas en CD.

Una vez más me encontré mirando hacia una esquina imaginaria, observando una lista de datos que se tornaban borrosos y que me dejaban con la vista en blanco mientras Gilberto seguía sonriendo y hablaba de sí, de su ex novia Patricia que lo dejó por un mechudo que le regaló un poema fotocopiado, de cómo se había acostumbrado a ver realities en compañía de su mamá, de lo mucho que le gustaban los niños y la esperanza que tenía su madre de que algún día la casa se llenaría de chiquitos correteando. Mientras tanto la blanca bola de grasa fría que se hacía llamar sundae se derretía en el plato.

—Oye, ¿y de dónde viene ese apodo, Himura?
—¿Gimura? Oye, ¡qué buen nombre! Gi de Gilberto y Mura por Monroy. Eres muy creativa, Olguita.
—¿Olga?
—¿Ése no es tu nombre?
—No, yo soy Olavia.
Diez segundos de silencio.
—¿Tú no eres Himura?
—Pues si quieres desde ahora lo soy. Gracias, Olguita. Oye y por ahí me contaron que ya entras a la universidad. ¿Cuándo empiezas clases?
—La próxima semana.
—Buena suerte, ¿no? ¡A defender la justicia!
—¿Cómo?
—El derecho es bien difícil, no cualquiera se le mide. Duván sí me dijo que tú eras muy pila.
—¿Duván?… Ah, Duván, claro.

A estas alturas mi sonrisa, o la mueca grotesca en la que debía haberse convertido, me empezaba a doler. De nada valdría aclarar que el derecho… que Olga… Lo mejor era escapar.
—¿Qué hora será? ¡Uy, caramba! Bueno Gilberto, un placer conocerte pero yo tengo que irme ya.
—Ay, qué lástima, ¿no quieres otro heladito?—dijo, señalando el lago blanco que tenía enfrente.
—No, gracias. ¿Dónde pago?
—Ni más faltaba, yo invito.
—¿En serio? ¡Gracias! Bueno, se me hizo tarde, entonces que estés bien.
—El gusto es mío, Olguita. ¿Cuándo nos volvemos a ver?
—No sé, es que estoy tan ocupada… Uy, en serio, me toca irme ya.
—Bueno. Después le pregunto a Duván por tu teléfono para que hablemos. Qué bueno que nos cuadró esta cita, ¿no cierto?
—Sí, sí. Bueno, ¡chao!
—Chao, Olguita.

Terminé de salir del edificio, crucé la 19, esquivé como pude a los demás caminantes y me detuve frente a la estación. Cerca de un poste había un corro, en cuyo centro se hallaba una pareja bailando tango. Bailaban bien. Al lado mío encontré un joven de estatura ligeramente menor a la mía, pelo corto y crespo y cara bonita. Lo observé esperanzada hasta que me devolvió la mirada, ligeramente turbado. Tuve que cambiar el 10 por un 1.

[ la voz de Himura… del que sí es ]

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