Los inicios de mi clan en TOL se pueden trazar a la aparición en cartelera de la película que se convertiría en una de mis favoritas de todos los tiempos: Lost in Translation. Los que se convertirían en miembros fundadores de mi anónimo grupo acudieron a mi invitación a ver Japón desde los ojos de un par de extranjeros un tanto perdidos (física y emocionalmente). En esa ocasión yo estaba en Japonés 1, por lo que no entendía ni un solo diálogo en dicho idioma, situación que ha ido cambiando poco a poco con la ayuda extra de cierto conocimiento de la cultura japonesa que fui acumulando y que el exquisito postre que me sirvieron en el avión de JAL me borró de la cabeza. Durante las nosecuantas veces que vi la película en Colombia, lo único que no cambió era el asombro que me producían las escenas del comienzo y el final, sumado al fuerte deseo de poder cruzar la calle esa de las pantallas gigantes con una hermosa sombrilla transparente.
De cómo llegué aquí, ni yo misma lo entiendo. Muchas veces despierto y miro en lontananza, allá donde se ven esos edificios bonitos, las torres de energía y, ocasionalmente, el Monte Fuji (que ya no me es tan inalcanzable como aquellas espléndidas mañanas en que lo vi teñido de rosa). Entonces pienso, es aquí, y la idea es tan grande que se sale de mi cabeza y se esparce por todo el cuarto, hacia el balcón. Cuando hice el famoso cruce sentí que el sitio era más pequeño de lo que la película y los documentales lo hacían ver. No obstante, el pensar que si mañana después de clase quiero ir a ver el letrerito azul con rojo y letras blancas que sale al principio de la película no es más sino caminar a la estación es simplemente demasiado para mi pobre cerebro.
Hoy vimos Lost in Translation en clase. Qué extraño es ver aquellos lugares de ensueño y decir con facilidad “ah, es el cruce de Shibuya”, “ah, esas escenas se filmaron desde el mismo Starbucks donde estuve tomando fotos con Chee Siang y Wai Tou”, “ah, esa sombrilla vale 100 yenes”. De repente, habiendo olvidado todo posible punto de vista de los japoneses, toda posible causa de crítica —no más “pero es que no hacen ni medio esfuerzo por hablar japonés” —, puedo reírme a gusto de la situación de Bob Harris y Charlotte, más con ellos que de ellos. Y aún así, el filme aún me deja con una sensación de nostalgia que suponía desaparecería al llegar acá… creo que eso nunca cambiará. Supongo que, en cierto modo, yo también vine con una búsqueda a la espalda, un poco perdida.
[ The Wind — Cat Stevens ]
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