Siempre lo he sostenido: la culpa no era de Cortázar sino de los cortazarianos. Hola, me gusta Cortázar y estoy segura de que yo soy la Maga. Y yo también. Y yo, y yo. ¿Vos también sos de tiza? Yo soy cronopio y tú eres fama y el que viene contigo es esperanza. Etc. Como fotocopias cortadas en pedacitos. Yo, la verdad, no tenía ni idea de quién o qué rayos era Cortázar, ya que el nombre no se apareció en mi vida ni por un instante hasta cuando entré a la carrera de Literatura. Entonces me dio un escalofrío y me llené de terror: algo sabían los demás que yo no. Corrí a la BLAA y saqué una edición grande y elegante de Rayuela, a ver si me iluminaba y podía llegar a graduarme con los demás.
El libro no duró mucho en mis manos. Aunque ávida y muy concentrada leía en Transmilenio (cosa a la que no estoy habituada), no pasé de cierta página y mandé el libro a la porra con todas mis fuerzas. Al diablo el glíglico. Partida de busca-actitudes. Seguro que la culpa no era de Cortázar, porque luego leí varios cuentos y me gustaron; la culpa era de la incidencia ponzoñosa de la Maga en las vidas de tantas mujeres ávidas de una Meg Ryan bohemia. Claro, yo también repito películas de Meg Ryan y me pregunto automáticamente por qué no aparece Tom Hanks con Brinkley para decirle que esperaba tanto que fuera él, y luego caigo en cuenta de que (afortunadísimamente) en este momento de mi vida no requiero de ello.
Tal vez no debí haberme rendido ni haber lanzado el libro hacia el cercano horizonte como una pelota de béisbol —siempre me imagino haciendo eso pese a que lo devolví a la biblioteca en buen estado —, porque a lo largo de los dos años y medio que duré tomando clases sobre la otredad, el cronotopos, el imaginario, las realidades paralelas que se generan a partir de y la voz poética, me sentí como sentada en una silla incómoda. Estaba ahí, podía perfectamente permanecer ahí, pero el cóccix me dolía una barbaridad. Tan es así que de mi existencia en aquel Departamento de Literatura jamás se supo. ¿Quién soy yo? Una sombra, o mejor, la leyenda de una amiga de una estudiante que fue vilmente forzada por sus padres a estudiar la increíblemente lucrativa carrera de Literatura. Nunca tuve la actitud, creo yo. Tal vez si hubiera leído el libro de antemano —y de paso me hubiera enamorado de antemano, como todos los demás — habría sabido qué rumbo tomar, qué exótica ropa ponerme, qué autores leer, de qué temas hablar y qué rumbos bogotanos recorrer. No obstante, no lo hice, y al no hacerlo quedé absolutamente perdida, eliminando (sin saberlo) toda posibilidad de alcanzar la meta colectiva de la graduación, meta que ya se me iba antojando borrosa y sin sentido.
El resultado directo de mis ojos desorbitados es la compresión de dos días en once horas seguidas de luz, no pregunten cómo.
El otro día, saliendo de los computadores del cuarto piso, encontré la sección de libros en mi lengua materna. Es extraño ver de repente toda una serie de estantes en la lengua que uno puede leer de corrido después de pasársela ignorando el esfuerzo que representa traducir dibujitos a palabras aún no muy claras. Uno de ellos, uno bien gordo y blanco, me hizo ojitos. Me dijo “léeme, ya es hora”. Yo titubeé. Titubeé durante días enteros, hasta que el lunes me decidí a aceptar la invitación del libro.
Ayer lo terminé, y estoy releyendo algunos fragmentos antes de devolverlo. Me encantó, ahora que no tengo nada con qué asociarlo*. Pero no, no me considero otra versión viviente de la Maga; no, no me derretí de amor sobre el capítulo 7, y no, no me llama la atención la vida paupérrimamente artística (¿o artísticamente paupérrima?) en París.
Argentina me encanta, pero es por otras razones.
*Miento. Durante un cuarto de libro uno jura que está leyendo una crónica sobre reuniones meranistas.
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