Todo lo que brilla el viernes se desvanece el domingo

—¡Hoy es viernes!

Mi pecho exhala con fuerza la ajada frase cuando me embriaga el mismo entusiasmo que suele esparcirse por la ciudad como una virosis en un jardín infantil. Dentro de un par de horas arrojaré los libros al insondable abismo de mi maleta y me entregaré a la obligatoria diversión desenfrenada de cada última noche de los días entre semana. Todos lo hacen, todos llegan al siguiente lunes con las fragmentadas historias de euforia que acompañaron el fin de semana anterior. Hay un extraño hilo de lógica que me dice que si ellos lo hacen, yo también. Sic faciunt omnes.

El itinerario vespertino está trazado a la perfección. Será una retahíla de planes, cada uno más animado que el anterior. Habrá un sinfín de charlas baratas, algunas personas que me terminen cayendo mejor y otras peor, un muy esperado baile y quién sabe qué otras cosas. La mañana quisiera hacerse a un lado para darle paso a la tarde, invitada de honor que viene acompañada de su largo manto negro azulado. ¿Qué esconderá bajo su manto? ¿Qué revelará a su llegada?

No acaba de empezar el tiempo de asueto cuando las promesas se desmoronan. Toma poco menos de una hora saber que una persona no va porque tiene algo que hacer, otra de repente anuncia que tenía un compromiso previo, otra se enferma ante nuestros ojos. El primer plan se lleva a cabo; es sencillo y ameno, tal como me gusta. No obstante, una vez todos nos despedimos me doy cuenta de que aún de lejos puedo notar a la noche levantando su prenda con una sonrisa socarrona, revelando… nada. El mago mete la mano al sombrero y no hay ningún conejo. Los niños se preguntan entonces qué hacer durante el resto de la piñata.

Han pasado algunas horas. Han pasado un palito de queso y una empanada chilena por nuestros estómagos. Hemos deliberado sobre el destino de nuestra velada. Queremos algo diferente. Sin embargo, el destino tiene otros planes, y un agujero de gusano nos ubica en una calle cuyo contorno podemos trazar con los ojos cerrados. Todas las puertas están cerradas. Todas, salvo una. Salvo ésa.

Entramos sigilosamente. El chef está jugando SNES en su computador portátil. Después de intentar sacarlo de su ensimismamiento mediante carraspeos y chirridos de sillas me aventuro al fin a murmurar: “Sumimasen…” De ahí para adelante todo es perfecto. No hay ni que describirlo. Mi anterior plan del día no incluye tomar y heme ahí, sentada a la mesa con el choko único de sake al lado del primer plato, asegurando que el umeshu es mil veces mejor. La comida empieza como un plan de escape y ni siquiera hay de dónde escapar. Estamos en el mismo lugar de tantas otras veces, el que se convirtiera sin querer en nuestro usual refugio. Es el consuelo de todos los planes deshechos, el remedio para la insipidez de la ciudad que se repite como el paisaje a través de la ventana de un carro en una película vieja.

El lunes estoy atenta a las posibles historias que todos han de traer. No oigo nada. Entonces dirijo mi atención a mis propios labios: nada sale. Es tan obvio y no me doy cuenta… Las vidas de corredores y caminantes parecen agua y aceite, pero se funden fácilmente y crean la gris aleación que opaca las calles con bostezos en la mañana cero de la semana que de nuevo se cuenta a sí misma. No hay nada para contar mientras formamos el tronco de la Y cuyas ramas empezarán a crecer mientras exclamo la frase cuyo tono es un pronóstico de lo que jamás sucederá. Insisto: el hecho de que algo suceda o no, que me deshaga en luces o me limite a pestañear lentamente, no importa en absoluto. Todo lo que brilla el viernes se termina de desvanecer en la tarde del domingo.

[ Dirty Trip — Air ]

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