La mañana resplandecía con la extraña viveza que solían tomar los días de visita a la Embajada. A mi alrededor reinaba un tono ambarino, tal vez ocasionado por los ladrillos de los edificios que cortaban el cielo inmaculado. El viaje en bus era un buen cambio, pero, como siempre, había calculado mal el tiempo. Había llegado con 15 minutos de antelación, y no estaba dispuesta a escuchar lo obvio de parte del encargado del primer piso. Me fui entonces, después de amarrarme un zapato, caminando despacio a darle una vuelta a la manzana. Seguramente sería un paseo sin novedades; me apresuraría apenas el reloj marcara las nueve.
Mi paseo cuadrangular se vio interrumpido de repente por una voz titubeante pidiendo ayuda. El dueño de la voz, de edad avanzada aunque no tanto, llevaba una boina de cuero y un bastón de metal. Seguí derecho. Sin embargo, unos pocos pasos más abajo torné mi vista y el extraño seguía murmurando. Miré el reloj: aún me sobraba tiempo.
—¿Qué necesita, señor? —creo haber dicho.
—¿Va hacia arriba?
—Sí.
Era obvio que iba hacia abajo, pero estaba segura de que el cambio de dirección sería más interesante.
—¿Podría ayudarme a cruzar la carrera?
—¿La séptima? Bueno.
Así empezó una simpática conversación con el hombre cuyo nombre olvidé, o tal vez no me lo dijo. Me preguntó qué tal estaban mis ojos. Le dije que bien, porque se me hizo obvio que la miopía era un privilegio si se la comparaba con llegar a ver la luz después de diez años de tratamiento con ya no recuerdo qué. Muchas veces me pregunto qué pasaba con los miopes cuando aún no se corregían los defectos refractivos del ojo. ¿Eran considerados ciegos? En un mundo sin lentes, ¿tanto el anónimo anciano como yo estaríamos obligados a pedir ayuda? De repente me veo metida en una cueva, esperando que algún Homo erectus más agudo que yo me alcance un pedazo de carne…
—¿Será que por aquí hay alguna cafetería?
—Hay dos a este lado, al otro lado hay un sitio de churros.
—¿Churros?
—Sí, pero valen $4300.
—¡¿$4300?!
—Ahí dice.
—¡¿Cada uno!?
—Tal parece.
Pese a lo conveniente que parecía el lado occidente de la avenida, el señor insistió en seguir el itinerario inicialmente estipulado. No le importaba que su destino contuviera apenas un banco, un sitio de envíos, una droguería y el anteriormente mencionado lugar de los churros, además de algunos restaurantes cerrados. El cruce de la séptima se dio sin mayor novedad, salvo un tipo de cara lasciva que murmuró no sé qué cosas al frente del edificio al que esperaba dirigirme una vez terminada esta tarea. Inconscientemente retorné su fija mirada, como si lo escuchara atentamente. Me turbó un poco tomar conciencia de cómo un hombre acababa de deshacerse en lengüetazos impalpables mientras yo guiaba a un anciano.
Creí que la tarea se acabaría apenas pusiéramos pie en el otro andén, pero no fue así. El señor hablaba, hablaba y hablaba. Escuché los consejos que me dio (por nada del mundo restregarse los ojos cuando arden; el agua fría cura prácticamente todas las dolencias debidas al cansancio y la polución) mientras esperaba un momento prudente para despedirme. El tiempo que me sobraba se convirtió en una falta apremiante: tenía clase a las 10 y aún no había entrado a la Embajada. El semáforo peatonal se puso verde por cuarta vez. Recibí un par de frases más, le dije a mi interlocutor que debía irse por este lado y no por ése, y crucé el primer carril.
Miré atrás: iba caminando muy despacio, trazando con su bastón el contorno de un primer escalón que —esperaba — no subiría. “Era para el otro lado”, pensé erróneamente.
Crucé el segundo carril y me dispuse a entrar a la Embajada. Miré al edificio de enfrente a través del gigantesco ventanal: mi interlocutor ya no estaba.
Me anuncié y subí. Pero lo que allí sucedió es otra historia.
[ Solitude — Billie Holiday ]
No olvidar: preparar berenjenas con recortes de queso.
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