El muerto se llamaba Oscar. Era demasiado gordo y malacaroso como para que lo llamaran Oscarín u Osquítar. Era Oscar. Ló único fuera de la casa que me lo recordaba eran los premios que se llamaban igual que él, pero él era demasiado gordo comparado con el muñequito dorado que recibían tan felices los ganadores, esos actores de ojos azules y piel como de oro también. Pude haberlo llamado “gordo”, pero el apodo a él lo ofendía pero mucho, y todavía recuerdo el dolor del golpe que me dio en el cachete con una longaniza bien larga que él no se había acabado la primera y última vez que intenté convencerlo con indirectazos de que se arreglara un poquito más, así fuera por los clientes. Esa vez lo había llamado Chivito.
No es divertido ver la misma cara como de perrito dormido todos los días, y peor aún, tener que llamarla por el mismo insípido par de sílabas cada vez que se la necesita. Es cierto que pude haberlo llamado por su nombre y apellido, pero de sólo pensar en “Tibaitatá” se me cansaba la lengua haciendo callada los ruidos de tanta t. Su segundo apellido tampoco era de gran ayuda.
Así que le seguí sirviendo su buena longanicita con su buena morcillita y un par de papitas criollas —de ésas que de lo calientes se deshacen ellas y se le deshace a uno la boca —sagradamente todos los días a las doce y media del día con el televisor blanco y negro encendido en las noticias o, cuando éste fallaba, el radio en la emisora de los boleros. Finalmente le dio el tan esperado ataque cardíaco —quién lo manda a no pedir verdura y dejarme el cuchuco de espinazo para que se lo comiera el perrito de la vecina. Esas venas parecían chunchullos, según me cuentan. A mí eso ya no me importa.
Vendí el taller y le regalé el televisor a la vecina que tiene una hija que gusta mucho de los premios y la farándula y esas cosas. ¿Que por qué? Es que me cansé mucho de esas misas que me tocaba organizar en nombre del Oscar, y todas las vecinas se me acercaban a darme el pésame y en las paredes del parque y del salón comunal había una cantidad de letreros recordándome que yo también tenía que ir a las misas y a las ventas de empanadas para recaudar fondos para el despacho parroquial. Yo ya no quería más de eso. Que el Oscar por aquí que tan bueno que era que el Oscar por allá. Demasiado tuve yo que aguantarme durante tantos años. Demasiado me pringué las manos —que bien bonitas sí eran cuando yo estaba jovencita —haciéndole sus benditas longanizas del almuerzo. Y que la gente me recuerde por él y no por mí misma, no, eso no se justifica.
Entonces me vine a este barrio y me compré este apartamentico con lo que me salió del taller y del aparatejo ese. Aquí ya nadie me conoce. Aquí nadie sabe del Oscar y como yo no tengo parientes en esta ciudad, pues no tuve que cambiarme el nombre a “vda. de” ni nada. Yo no soy viuda de nadie. Mis manos están quemadas fue por un accidente que tuve de niña, no me pregunte más.
¿Que si estoy feliz? Claro, desde que conocí al Percherón, a mi Panchito querido. Él sí da para no aburrirse nunca de llamarlo. Como es bien grandote y bien fuerte lo llaman en el minimercado El Percherón, aunque los compañeros del equipo de micro lo llaman El Murallas. Parece que cuando era niño lo llamaban Paco. Bien simpático debía ser, no he visto fotos. Yo no le digo Paco porque con ese bigotón tiene cara es de Panchito, o Panchito Corazón, según el caso, pero las viejitas que pasan camino a la iglesia los domingos le dicen “¡Adiós, Paquito!” con un cariño…
Gracias al corresponsal Himura por la primera sugerencia para la serie La tiranía del lector. Su tema: “¿Por qué decide una viuda dejar de serlo y cambiar a su amado por una persona que tiene más apodos que futbolista?” Hacía rato no me divertía tanto escribiendo.
[ Many Miles Away — The Police ]
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