Ayer salimos de clase a las 5.30, como todos los miércoles. Me preguntaron por enésima vez si yo había comprado mi Inca Kola (que en realidad es una botella del peruano líquido llena de Canada Dry —porque me gusta la ginger ale, no porque tengan color parecido) en Colombia. Otra vez contesté que no, que me la habían traído. El Payé no se mostró orgulloso, como cuando a uno le dicen “¡qué bonita blusa!” y el que se la dio a uno pone esa sonrisita. Bajando las escaleras del Z nos encontramos a Kitty, quien una vez más le insinuó al Payé acerca de la conveniencia de su status de monitor y su status de alumna y su status de conocidos porque El Payé decidió traerme Inca Kola y Sublime de su decembrino viaje a Cajamarca. Digo “Cajamarca” y me acuerdo de Francisco, de quién más. Digo “Sublime” y me acuerdo de Francisco, por más Payé que haya traído souvenirs que no pedí.
Veinte escaleras más abajo, ya para abandonar el campus, supe que él había creído que yo le había pedido esos regalos cuando le decía que debía probarlos. Jamás lo comprenderé —el agrado con el que veía la botella de Inca Kola se deshizo por completo. Pedigüeña indirecta, parásito de los viajes ajenos, resulté yo. Digo “Inca Kola” y me acuerdo del agua o de la ginger, porque a mi mamá le parece chistoso mandarme líquidos en esa botella. Pienso en el sabor de esa gaseosa y me acuerdo de Francisco, de quién más. Pienso en la botella y recuerdo que me disgusta que surja algún ser desagradable del fondo del salón de Literatura Española del Siglo XX, de esos que saben que uno es un tonto pero les encanta rememorar y me haga la consabida pregunta, o señale la botella como quien señala al miquito gracioso que le jaló el pelo a la niña curiosa en el zoológico de Piscilago pero con risitas menos audibles.
También supe que El Payé no sabe mi nombre. No importa cuán amable haya sido conmigo y me salude y me cuente su extraña vida: no sabe mi nombre. No le dije que debía adivinarlo ni se lo recordé: es mejor así, ser una cara sin nombre, tal vez una imagen borrosa, un ser tonto pero él no lo rememora porque no estoy en su base de datos. Digo “no importa” pero la verdad es que la lana de la amistad que se estaba hilando (creía yo) se desbarató. No sé si empezar de nuevo. No creo —pero su vida es demasiado chistosa, me gusta preguntarle. Entonces supongo que seguiré averiguando y le seguiré contando que para mí él vive en Teusaquillo, con el fantasma de la hermana muerta, al cuidado de sus tutores, tocando el violín y comiendo dulce de papayuela recogida del papayuelo del patio sobre el piso crujiente y resbaloso donde algún día lo atacará el Nardo por haberle dicho que tenía problemas.
Después de charlar sobre libros de superación personal, sanadores de televisión y Tony Kamo con El Payé, El Kumú y Kitty, llegué a mi destino, a un descanso de esta ridícula rueda de hámster. Un Changhee casi perdido me recordaría que ésa no era la 11 pero sí había un Juan Valdez frente a Crepes & Waffles. No era nada de qué preocuparse; me reí lo que me hacía falta enfriándome bajo el reflector que alteraba las nubes de terciopelo viejo. Generalmente no salgo de noche, pero el capuchino y la dona de miel me decían que debía hacerlo más seguido. Más seguido qué, si San Francisco está a la vuelta de la esquina y sólo me queda recordarle a Changhee que no lo quise llamar porque no sabía pronunciar correctamente su nombre, y que aún me apena que mi primito lo haya llamado Chanchee por teléfono. Más seguido qué, si vuelvo a mi casa y me espera el recordatorio de que al otro día todo será igual, el despertar pesado de un sueño psicodélico, una rueda de hámster llena de caras sin nombre y nombre sin caras y nombres con caras con vidas que no concuerdan. Y todos me dicen lo mismo, que por qué por qué por qué por qué no… y yo me pregunto también, por qué por qué por qué por qué por qué no…
Porque no me gusta nada. Eso es. Porque todo lo bueno de esta ciudad es efímero y sabe volver pero quién sabe cuándo, porque quiero un desfase que no sea como los demás, pero como yo misma no sabría describirlo ni con muecas vagas mejor me quedo en la casa esperando a que llegue algo que se le parezca. Porque es sólo en un momento que para cada interlocutor es distinto, como el ensayo de todas las piezas del rompecabezas en un mismo espacio, que no surge tal torrente de tinta china rendida con agua en mi cabeza.
[ Una voz a mi lado suspirando: “Ay, qué risa…” ]
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