En enero de 2021 decidí dejar de tomar las pastillas anticonceptivas que me habían recetado para detener el acné años atrás. El encierro de la pandemia había puesto de manifiesto que yo era esclava de un medicamento que ni siquiera estaba surtiendo efecto: mi cara seguía brotándose como si nada, y a Cavorite quién sabe cuándo lo iba a volver a ver en persona, como para decir que al menos las usara para otra cosa.
Lo que siguió fue algo en cierto modo parecido a lo que le pasó a Violet Beauregarde en Charlie y la fábrica de chocolate cuando masticó el chicle experimental. Las hormonas me cobraron carísimo el abandono de las pastillas y subí, subí, subí de peso por meses hasta finalmente alcanzar un pico casi siete meses después. Nunca volví a mi peso prepandémico, que a su vez era mayor al que había tenido el año anterior, antes de caer en una breve e inexplicable obsesión con los sándwiches de queso fundido con salsa Worcestershire.
Como he mencionado anteriormente, el dengue no solo se me llevó el hambre sino que me dejó las papilas gustativas completamente desconfiguradas. Naturalmente, bajé de peso al instante. Alcancé a mirarme al espejo con cierta satisfacción y corrí a ponerme la ropa que ya no usaba tan seguido porque ya no me quedaba tan bien. No obstante, el cuerpo me envió claras señales de que lo perdido era justo lo que no había que perder: era tal mi debilidad que se me caían las cosas de las manos y hacía extrañas maromas para pararme del sofá.
Después de varios días y un montón de pruebas de sangre, mi organismo volvió a operar con normalidad. Volví a interesarme por los huevos revueltos, las crucíferas dejaron de ser intolerables y Cavorite ya no tuvo que esforzarse por inducirme a terminar al menos el pollo en el almuerzo (la proteína es importante). El rebote en mi peso no se hizo esperar.
Anoche, hablando con mi mamá, le dije que me molestaba volver a tener una llanta en medio del cuerpo.
—Mejor tener llantas que estar enferma—, respondió ella.
Imposible refutar eso.
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