Esta tarde encontré un gigantesco sobre ocupando todo el largo y ancho de mi buzón de correo en el dormitorio. En él, mi nombre estaba escrito en japonés y español con marcador negro justo encima de mi larguísima dirección.
Descartando de inmediato la posibilidad de correspondencia corporativa de la Embajada de Colombia, titubeé brevemente en el reconocimiento de la letra. Mi lado pesimista quería creer que todo era un error o una suscripción a una revista de inmigrantes que yo no había pedido. No obstante, al tomar el sobre y leer el nombre del remitente al reverso, me puse a saltar agitándolo para que Marikit, quien a su vez estaba recibiendo buenas noticias del otro lado de la puerta, pudiera verlo.
Lo abrí en la cocina comunal, olvidando el suculento cerdo con mantequilla que me aguardaba en la mesa. Adentro había tres postales sobre las cuales, irónicamente, costaba mucho trabajo escribir debido a que estaban completamente plastificadas. Sería un pésimo chiste agregar que las postales provenían del departamento de Nariño. Había también una carta, y entre sus pliegues, un par de aretes.
Qué fecha para recibir esta sorpresa, me recordó Marikit. Un día después de comentar que en mi vida jamás he recibido flores, varias horas después de decidir que prefiero los lápices a tan perecedero regalo, un rato apenas después de decir “feliz día de San Valentín” con sorna reseca. Nunca fue un día especial para mí, pero este año el día mismo se rebeló y se reveló en forma de lenta correspondencia arribando abierta y vuelta a cerrar a su destino.
La carta la he leído tres veces. Los aretes me los pondré mañana y las postales están a punto de adornar mi cuarto.
[ Sendero — Gustavo Santaolalla ]
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