Cuando él le grita al mundo que es malo, malo, malo, que su corazón es negro, negro, negro putrefacto, y que todas las bajezas del universo le serán atribuidas a él algún día —él, que anhela haber sido la sombra en las escaleras a la entrada de un banco en Hiroshima—, no puedo dejar de pensar en un arco iris que él desesperadamente intenta recubrir de tinta negra e infecciones.
Debió haber cumplido lo que prometía. Jamás debió haber amado todo aquello que desprecia, en vez de ridiculizarse como una flor que repudia sus propios pétalos. Cuando repite ese extraño juramento de amor/horror a su esencia, no puedo dejar de pensar en un gigantesco oso a la entrada de mi casa. Era un oso que tocaba trompeta a las mil maravillas, un oso que escribía poesía, un oso de voz muy bonita y dicción bastante limpia. Él y yo habíamos coincidido una vez sin saber quiénes éramos, escribiendo frases en busca de un premio. Me contó que había cometido un error muy tonto para no seguir participando en eso. No sé, no sé, sólo sé que ese día no lo vi.
Prometió, prometió, prometió… prometió una vida hermosa entre todo aquello que ahora niega, entre un amor verdadero que sucedería en el momento exacto de ver un oso parado en la puerta de mi casa. Esperé la Maldad. Esperé ver a los Cuatro Jinetes del Apocalipsis advirtiéndome “¡Ten cuidado con ese hombre!” …pero todo lo que me fue posible ver ese nublado día fue un ser absolutamente tierno. Tal vez la Maldad se disfraza de oso en sus mejores días, cuando sale al cine con las ingenuas mujeres que depositan una fe ciega en la poesía, en la afinidad, en una hermosa voz de dicción limpia.
Sí, señores, yo salí con la Maldad una mañana… esa misma Maldad que me maldice por no haber respondido a sus acertijos de esfinge obscena, por no haber jugado sus juegos de soledad compartida y convertida en catarsis del infierno. La Maldad aúlla que la vida no está en los libros, pero en silencio él sabe perfectamente que en los libros consultó su destino y de los libros brotaban sus palabras, textualmente, sin comillas, arrebatadas de sus verdaderos autores. La Maldad chilla un estridente jamás, pero en mi oído quedó depositado su siempre, suave como su voz, dulce como su sonrisa.
Cuando él le grita al mundo que es malo, malo, malo, que su corazón es negro, negro, negro putrefacto, y que todas las bajezas del universo le serán atribuidas a él algún día —él, que anhela ver sus dedos fundidos y su rostro cubierto de queloides—, no puedo dejar de pensar en un arco iris que él solía mantener brillante mientras hacía planes para miles de fines de semana que compartiría conmigo, disfrazado de oso.
No puedo evitar sonreír, reírme de esa polución que intenta esparcir por el mundo y que en realidad no tiene.
SUENA: Criminal — Fiona Apple
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