Arrebatar una bolita de caucho de las manos de alguien. Forcejear con sus dedos hasta que cedan y la masa colorida afloje por algún lado para ondearla en lo alto y cantar victoria. Concentrarse en la empresa y caer sobre el enemigo sin pensar que la cabeza propia bien podría reposar sobre su pecho de no ser porque lo que en este momento une parcialmente a ese par de cuerpos es una forma primitiva de violencia. Una vez concluida la batalla volver a tomar distancia y retomar la conversación.
Sostuve un dedo de aquella persona, lo halé, escarbé entre una red de muchos de ellos para llegar a mi premio. Me aferré a él y las fuerzas me fallaron, arrastrándome hacia el torso del contendor mientras me negaba a soltar lo que me pertenecía. Entonces, con la pelota y los dedos hechos una única masa que iba y venía como una boya en un mar embravecido, tomé conciencia de aquella inesperada cercanía. No había tiempo de memorizar sus formas, ni tan siquiera la textura de su mano; lo único que importaba era aquella bola blanda. No obstante, sabía que en la lucha estaba contenido el único contacto físico que tendría en meses, tal vez años.
A veces me detesto por atesorar momentos tan nimios y prescindibles, pero no puedo evitarlo. En mi memoria voy guardando centímetros de piel ajena que se han quedado pegados a mis yemas y mi ropa, cosiéndolos pacientemente en una colcha de retazos accidentales. Así, dentro de una década o dos completaré una cobija sobre la cual dejaré correr mi mano y recordaré de manera muy precaria lo que se siente otro ser humano.
[ ひかる・かいがら — 元ちとせ ]
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