Un día, cuando estudiaba en Los Andes, había un corrillo reunido alrededor de una compañera de mi clase de francés. Este recuerdo no tiene un contexto muy claro, así que es como uno de esos cortos institucionales donde hay un pequeño tumulto sin razón en el salón de clases o la oficina y la cámara se acerca para saber qué está pasando. Una de las personas en el grupo se asoma y dice algo relevante para el tema del video. En mi caso, el gran mensaje fue que yo había llegado demasiado tarde y la compañera acababa de regalar el último Mozartkugel que había traído de Austria. Yo no tenía ni idea de qué era un Mozartkugel pero me lo pintaron como el bombón más maravilloso y especial del universo. Me prometí que algún día lo probaría.
El semestre se acabó, dejé de estudiar francés y empecé a estudiar chino, dejé de estudiar chino y seguí estudiando japonés, me fui a Japón, estudié alemán, retomé el francés (“retomé” es un decir; me metí a la clase de pura facilista y no estudié nada), aprendí un tris de italiano, y lo más cercano que vi a un Mozartkugel era el licor de chocolate Mozart que vendían en el Yamaya (la tienda de productos importados) y nunca compré porque siempre me dije al ver las botellas que mejor la próxima vez, y luego la próxima, y así.
El sueño de los Mozartkugeln tenía que desvanecerse tarde o temprano, especialmente con la aparición progresiva de nuevos (y muy tangibles) manjares. Pero de repente, todo este tiempo después, reemergió de la nada. Hoy me reuní con Laura y Kelly, dos amigas con quienes he corrido de aquí para allá en festivales de cómic. Laura había regresado de un viaje a Europa y nos contó que nos tenía regalitos. Hubo cómics y cuadernitos para hacer cómics, pero en la mesa también aparecieron… ¡Mozartkugeln!
No aguanté ni un minuto para comerme el mío. ¡Ya había esperado más de una década! Estaba tan rico como esperaba, tan rico como me habían dicho las compañeras de francés. Con razón tanta conmoción aquella tarde.
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