A partir de hoy todo cambia. El mar queda lejos, al otro lado de las montañas que ahora me rodean. Ya no tengo que tomar el bus para ir a la universidad —lo cual está bien dado que ya tuve la bella experiencia de viajar al lado de un indigente cubierto de arena—. La visita de mis papás termina y quedo sola. Fue bonito tenerlos al lado, aunque por mis clases no pudimos hacer casi nada juntos.
De despedida fuimos a un restaurante típico hawaiiano con fotos autografiadas por celebridades ochenteras en las paredes y nos devoramos todo lo que nos sirvieron —oh, kalua pig, ¡oh!—. Recordé de repente que la primera vez que vine a Hawaii llegué con el firme propósito de probar el poi (papilla de ñame, alimento básico de la Polinesia) porque lo mencionaban en un especial de The Baby-Sitters Club. Fue esa primera exploración la que nos condujo a este festín.
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Cuando vine a ver esta casa por primera vez —para ver si sí o si no, aunque realmente no había más opción— me recibió un arco iris sobre las montañas doradas. No creo que haya un mejor signo que ese.
Tras despedirme de mis padres, fui a hacer unas compras y para el regreso tomé el bus en dirección equivocada. Después de pasear mucho no sé por dónde, llegué tardísimo pero la pareja que vive en el primer piso me recibió con puré de kalo (ñame), ensalada con mucho ajo y pulpo en kimchi. La cosa pinta bien, sí que sí.
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