Qué bonito es el campus/fortín de Los Andes. Huele a matas y tiene una vista espectacular de la ciudad. Siempre lo extrañé mientras estuve en Tsukuba, aún con la plena conciencia de que en sus aulas no fui exactamente feliz.
Recorro uno de sus tantos caminos y siento como si hubiera soñado alguna vez que estuve ahí, corriendo del Au al R para no llegar tarde a clase de francés. Fue justo en esa clase que descubrí que no podría convertirme en una de esas personas que funcionan a punta de tinto.
“Nunca te vi”, me dice una recién conocida egresada de la facultad que abandoné. Lo sé, lo sé. Nadie puede dar fe de mi existencia en esos días —¡no sé cómo hizo Gazapos para encontrarme!—. Tuve que irme al otro lado del mundo, a los acantilados sobre la Nada, para poder dibujar algo sobre el espejo.
Los del Externado me recuerdan pero por amargada. Ni en facebook los tengo. Solo a veces veia a alguno en la calle. La mayoria no eran de Bogota. Yo a veces las rosas, la subida de la loma, las clases en la alianza con el grenudo de Luc, los salones con multitudes… Alguna vez quisiera volver, estudiar algo y terminarlo. No odiar nada. Saldar mi deuda con ese lugar.
Eso es exactamente lo que quedé sintiendo respecto de Los Andes.