El año antepasado descubrí que mi abuelo paterno aún leía ciencia ficción. No recuerdo qué libro era el que encontré en su mesa de noche un día de visita, pero me sorprendí al verlo. Fue grato pensar que los libros que había tomado prestados de su biblioteca durante unas vacaciones de adolescencia no eran un tesoro olvidado de viejas épocas. Mi abuela también tenía uno por su lado, creo, además de las Selecciones del Reader’s Digest de siempre. O las Selecciones estaban en aquel mueble detrás de la Reclinomatic, ya no sé.
La Reclinomatic en la que Papá Rafico estaba sentado la última vez que lo vi no era la misma cuyo espaldar yo empujaba cuando chiquita para caer mientras se extendía como si de un gran balancín se tratara. No sé cuándo hicieron el cambio. Mis recuerdos de la casa de mi abuelo se han solidificado en un gran bloque en el que todo ocurre al tiempo. Se concentran todos en mi infancia con un saco azul y lila y dos trenzas, en la pared aguamarina de la sala que ya no lo es, en la sucesión de perros que ladraban cuando uno timbraba, en una calavera de caimán secándose en la última esquina del patio. Y estoy yo creciendo en esa casa y viendo cómo en el perchero del vestíbulo ya no guindan mi ruana de lana sino que cuelgo yo mi chaqueta. Entonces nos quedamos todos parados allí y esperamos a que mi abuelo baje a saludarnos. Baja las escaleras cada vez más lentamente.
El año pasado pasé una tarde viendo dibujos animados con él. Vimos Phineas y Herb, que yo no conocía, luego un documental sobre videos de deportes extremos y, finalmente, Los padrinos mágicos. Salvo por el televisor, el cuarto estaba en silencio. A veces él dormitaba, a veces lo hacía mi abuela en la cama. De repente me acomodé un poco y la silla crujió. “Qué pasa, ¿no le gusta?” preguntó mi abuelo. Cómo no me iba a gustar, si estaba siendo testigo una vez más de lo que más me gustaba de él. Cuántos años tenía y aún amaba los dibujos animados. Esa es la única frase que recuerdo de aquel encuentro. Ni siquiera estoy segura de estar citándola bien, pero ahí me veo, sentada con él. Despidiéndome. Tomándole la mano y asegurándole que esto —lo que me mantiene tan lejos— ya se va a acabar.
Realmente faltaba poco.
Pero —pienso después de tomar aliento— estuvo muy bien esa tarde. Esa y todas las otras tardes, y su voz diciéndome “hija” y los besos que le daba a mi abuela y esa vez que dio un par de pasos de bolero a solas en el pasillo cuando estaba arreglando el jeep. La casa. La finca. Los libros. Su foto en uniforme. Los aviones. El color de piel de mi papá. Los recuerdos de su vida en mi vida, que son la presencia de él en todas partes.
Yo en 2009 perdi a mi abuela materna y a mi madre. Nosotros lidiamos con la situacion pensando que las dos descansaron de su dolor. Pero una queda tan aburrida. Las fiestas sin la abuela son jartisimas. Sin mi mama, mi casa en Bogota es insoportable.
Me quede con ganas de ver Los Padrinos Magicos con la abuela. Que falla.
Lo siento mucho. Qué dolor tan grande perderlas a ambas así.
Yo aún no he podido asimilar la pérdida de mi abuelo porque aún no he sentido la ausencia propiamente dicha. El golpe está por venir ahora que regrese a Bogotá.
Hasta ahora lo leo, lamento la tardanza.la nostalgia que se nos va acumulamdo mientras más años apilamos… es el tiempo pasando mientras nosotros pasamos por él…
Un abrazo enorme, enorme…
Gracias, Dimanche.