Buen día, señor boticario

Lo primero que hice al regresar a Colombia fue salir a comer ajiaco con Márquez, uno de mis mejores amigos y buen conocedor de mi adolescencia. Lo segundo fue ir a una farmacia a comprobar la existencia del misterioso boticario que se me aparecía cada noche a medianoche para hablarme de Claudine Longet y de las propiedades terapéuticas del banano.

Márquez parqueó su auto justo enfrente de un escaparate lleno de perfumes, una tienda con el techo rebosante de mercancías de plástico que un sujeto de camiseta morada intentaba bajar trepado sobre una butaca—o tal vez eran unas escalerillas, no me fijé. Era una camiseta morada con gafas de marco negro grueso. La pinta estaba tan fuera de lugar que tenía que ser él.

El plan de acción era pasar frente a la puerta, detallarlo brevísimamente y emprender la huida. La coartada: mi celular sin minutos. Seguro en la papelería del lado venderían tarjetas prepago. Buenas, ¿tiene tarjetas de celular? No, pero en la droguería sí hay. Rayos. Márquez se retiró grácilmente.

En el viejo local, sola en mi ridícula empresa, me aproximé a un hombre de bata blanca y le hice mi pedido. De inmediato él llamó el nombre de mi otrora interlocutor nocturno. Oh, no. Entonces sentí una mano en mi brazo, y frente a mí pasó una sonrisa completamente nueva, aunque sus ojos expresaban haberme visto mil veces ya. Con tono socarrón me preguntó por mi supuesto acompañante. Reparé en su barba dispareja. La tienda se llenó.

Una pareja pidió la insólita combinación de Aciclovir y condones. Aguanté la risa frente a una estantería llena de camioncitos mientras el boticario explicaba la diferencia de precios entre el Aciclovir de marca y el genérico y le entregaba a la pareja una caja repleta de preservativos de todas las variedades para que escogieran. En algún punto del intercambio con los clientes él sacó un libro y me lo mostró—La insoportable levedad del ser, de Kundera. No recuerdo con qué gesto contesté, supongo que sonreí. “No te vayas”, me dijo. Me quedé un rato más, mirándolo de reojo. Nunca dejó de parecer un librero invitado a atender una farmacia por un día.

Finalmente, frustrada por la afluencia de clientela y la imposibilidad de sostener el más ligero asomo de conversación, tuve que regresar al carro de mi amigo. El boticario me dio un abrazo más bien guango y me fui.

Las probabilidades de volverlo a ver serían mínimas. Tarde o temprano su voz perdería claridad y cuerpo—se aplanaría hasta quedar convertida en simples palabras escritas. El rostro a medio afeitar, la sonrisa pícara, la mirada tímida, se diluirían pronto en el olvido.

¿O no?

[ Until It’s Time for You to Go — Claudine Longet ]

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